En Alemania, poco después de la Segunda Guerra Mundial, hubo un médico que murió a la edad de 89 años. Una semana después, sus hijos organizaron la división de bienes; Encontraron, pues, algunas cosas preciosas guardadas por su padre en un pequeño armario. Había un collar de perlas de su madre, una pequeña placa de plata que el médico había recibido en la universidad, un objeto de marfil de África y un trozo de pan duro y seco.
Los hijos buscaban entender por qué el pan estaba entre los tesoros de su padre, pero no se les ocurrió nada. Entonces llamaron a una vieja cocinera y ella dijo lo siguiente:
– Después de la guerra había poca comida en el país. Mientras el médico estaba enfermo, un anciano vino a visitarlo y le dio aquel pedazo de pan. Sin embargo, el médico se negó a comerlo y se lo envió al vecino, cuyo hijo también estaba enfermo. “Ya soy viejo”, dijo, “pero ese niño está en el comienzo de su vida”. El vecino se mostró agradecido cuando recibió el pan y se lo envió a un anciano. Tampoco se quedó con el pan y se lo envió a su hija, que vivía con dos niños en un sótano cercano. Sin embargo, con la intención de ayudar al médico, le llevó el trozo de pan. Cuando volvió a llegar a sus manos, el médico se dio cuenta de que era el mismo pan. Conmovido, dijo: “Mientras siga vivo entre nosotros el amor que comparte su último pan, no temo por nuestro futuro. Este pan ha satisfecho el hambre de muchas personas, sin que nadie haya comido un solo trozo. Que lo guardemos bien y cuando nos sobrevenga el desánimo, miremos a él!”
Los hijos entonces comprendieron la acción de su padre y decidieron dejar entrar en sus corazones el amor que comparte y anima.